Transcribimos un artículo del periodista experto en Sociedad de la Información, Javier Castañeda. Él escribe su columna Patologías Urbanas (ecografía de una sociedad desestructurada) en el diario catalán La Vanguardia.
«Vas en coche hasta a por el pan». Durante años, esta expresión fue muy común y, pese a que hoy cueste creerlo, no sonaba del todo a reproche. Hubo un tiempo en que el culto al coche ganaba por goleada al culto al cuerpo. Sus propietarios lo usaban con fruición y además, presumían de ello. La llegada de los coches a la clase media, uno de los clásicos del landismo, fue recibida por la sociedad con toda suerte de alharacas.
Obviamente eran otros tiempos, herencia de un siglo pasado. Entonces no había Internet y las modas se importaban directamente –y sin cuestionar- de Estados Unidos, donde entonces brillaban los frutos del Fordismo y refulgía por excelencia la industria automovilística. Desde entonces no ha pasado tanto tiempo, pero sí muchas cosas que han hecho que el cuento cambie radicalmente. Pese a que en el SXXI aún los coches gozan de millones de adeptos, su industria se tambalea y zozobra. Recuerdo con perfecta nitidez como hace sólo un par de décadas, el sueño de la mayoría de los jóvenes era comprarse un coche. Se endeudaban hasta las cejas con tal de ponerse al volante de cualquier cosa que tuviera motor. Actualmente, y aunque aún hay fetichistas de las cuatro ruedas, seguro que si preguntamos de nuevo a los jóvenes de hoy, muchos ya no tendrán como prioridad tener un coche: ni inmediata, ni mediatamente.
¿Qué ha pasado en tan poco tiempo? Pues para empezar, que los coches ya están –prácticamente- al alcance de cualquiera, lo que les ha hecho perder parte de su encanto. Ya no es tan cool hipotecarse varios años simplemente para hacer rugir un motor: ni pone como antaño, ni tiene tanto glamour, porque ahora los jóvenes –o muchos de ellos- son verdes. Afortunadamente, y aunque no al mismo ritmo, a la par que los niveles de calentamiento crecen por todo el planeta, también aumenta la conciencia ecológica de muchos de sus habitantes que, prefieren caminar, patinar, ir bici o en tren. Podría decirse que es uno de los pocos casos en los que la era de la comodidad en la que nos hallamos instalados, ofrece un atisbo de renuncia a lo fácil en aras de lo verde.
Por un lado, ha aumentado la conciencia. El planeta tiene recursos energéticos cada vez más escasos y, todo lo que sea reducir el consumo –en general- y el de los derivados de petróleo al usar otro tipo de energías alternativas, será bienvenido. Conscientes del alto impacto ecológico que supone moverse en coche, cada vez más gente apuesta por otros medios de transporte. Asimismo, ha aumentado el interés porque el agujero de la capa de ozono deje de crecer y cada vez más la gente lo asume como una responsabilidad directa. Siempre habrá quién piense que es un problema macro y que de poco sirve actuar a nivel micro, pero, quizá como nos recuerda el movimiento «Vamos a cambiar el mundo», la fórmula «pequeñas acciones x mucha gente = grandes cambios». En definitiva, creo que todo el mundo estará de acuerdo en que al igual que «somos lo que comemos» y también «lo que pensamos», del mismo modo «somos lo que hacemos» (we are what we do).
Cada vez son más los que se apuntan -abiertamente y sin mayor problema- a una cierta dosis de austeridad a la hora de consumir recursos globales. Así, llegamos a realidades que identifican nuevas formas de desplazarse en aras de una «movilidad personal» mucho más sostenible. Los motivos pueden ser de lo más variado: habrá quien prefiera caminar antes que subirse a un coche para intentar que el mar no suba un metro, ya que, tal y como vaticinan algunos expertos, sería una verdadera catástrofe. Otros, simplemente, prefieren rescatar el placer de pasear y aprovechan sus trayectos para ir a pie, a fin de introducir algo de ejercicio en una vida hipersedentaria; una tendencia que persigue recuperar al peatón como protagonista de los espacios urbanos. Por último -y quizá los más avezados- están los que quieren minimizar sus huellas al máximo, para intentar llegar a una vida sin impacto ecológico. Sea como fuere, tal y como sugiere el periodista Jesús García, el objetivo final debería ser «lograr que las ciudades sean más amables para el ciudadano». Y según recoge la Estrategia de Cambio Climático, «el transporte colectivo y la bicicleta deben acabar con el reinado del coche». Amén.
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